Transparente en Berlín

En principio, Transparente no tenía nada que ver con Hanna Shygulla. Este cruce no estaba dentro de los planes de ninguna de las personas que impulsaron el viaje, pero a Ilja Richter se le ocurrió que en su película debía aparecer una de las escenas de Transparente justo cuando Hanna atravesaba el vestíbulo para tomar el ascensor. El escenario fue el Hotel Bogotá.

Transparente es la obra que dirige Martha Hincapié, y que interpreta la compañía Danza Común. Hanna Shygulla es la actriz alemana que en 1981 protagonizó Lili Marleen, de Fassbinder, y que más recientemente actuó en Al otro lado, de Fatih Akin.

El Hotel fue fundado en 1964 por Heinz Rewald, un judío que se había exiliado en Bogotá desde 1938, huyendo de la guerra, y que al volver a Berlín, veinticinco años después, quiso hacerle honor a la ciudad que lo había acogido.

Nosotros sabíamos que el hotel en el que nos íbamos a quedar se llamaba Hotel Bogotá, también teníamos entendido que allí mismo iba a ser la función. Pero no sabíamos de la historia del edificio, ni alcanzamos a imaginar las cosas que estaban pasando en ese lugar, ni las que acabaron por suceder. Por ejemplo, que la escena final la haríamos en el mismo apartamento en el que estábamos durmiendo; o que uno de los duetos lo haríamos en el comedor, o que el solo del inicio de la obra acabaría por fugarse en el ascensor.

Llegamos a Berlín el lunes 30 de septiembre en la noche. La siguiente jornada descansamos del viaje. El miércoles, un día antes de la función, tuvimos nuestro primer ensayo. Hicimos el recorrido por todo el edificio, mientras Martha nos contaba parte de la historia del lugar. Lo de la fotógrafa Yva (Else Ernestine Neuländer), que había vivido en el quinto piso y había muerto en un campo de concentración; también aquello de que allí mismo había sido la sede del Ministerio de Cultura del Tercer Reich; la historia de Rewald en Bogotá y, finalmente, la noticia de que el hotel sería cerrado justo en un mes. ¿Y por qué?, porque los actuales propietarios del hotel, la Familia Rissman, no eran los propietarios del edificio. El dueño del edificio tenía otros planes, y necesitaba que sacaran todos esos muebles, y alfombras y radiolas y pianos y fotografías y lámparas viejas, y postales y mapas y comedores y huéspedes, antes de que se acabara este año. Así que nuestra actuación sería una de las últimas cosas que pasaran en aquel lugar.

Por otro lado, al salir y entrar del hotel, al subir y bajar por las escaleras, o por el ascensor, nos encontrábamos siempre con la complicada maquinaria de los realizadores de una película-documental que se estaba rondando en aquellos mismos pasillos. Sentíamos que nos robaban el espacio que necesitábamos para ensayar, o que nosotros les robábamos el espacio que ellos requerían para rodar. Nos dijeron que el film iba sobre la historia del hotel y que el director había querido realizar aquel proyecto antes de que todo se acabara. Aquello hacía sentir aún más el aire de agonía que corría por las salas de la mansión.

El jueves, dos horas antes de la función, hicimos otra pasada por cada uno de los espacios que íbamos a abordar. Justo en el momento en que ensayábamos en el vestíbulo, frente al ascensor, aquella coreografía en la que vamos incesantemente de atrás hacia adelante y de adelante hacia atrás, y que nosotros llamamos ‘los fragmentos’, hubo una horda de señoras y señores alemanes que hicieron su arribo al hotel. Nos movíamos hacia adelante, pasaban tres señoras entre nosotros, nos movíamos hacia atrás, pasaba una venerable pareja, nos movíamos hacia adelante, no pasaba nadie, nos movíamos hacia atrás, pasaban otro par de señoras, rápidamente, todo lo más rápido que les permitía su edad, para que no las atropelláramos. Nosotros, en todo caso, sabíamos levantar los brazos o modificar los pasos, ahí mismo en la ejecución, para no ir a empujar o a echarle zancadilla a ninguna de esas personas. Al final no hubo ningún accidente. No sabíamos en ese momento que, desde algún lugar, Ilja Richter estaba observando la escena.

En la noche tuvimos nuestra función… algo completamente diferente a las presentaciones que habíamos hecho de aquella pieza. La escena final, ya lo había dicho, la hicimos en el apartamento en el que nos estábamos quedando; era como haber invitado a un montón de personas a ver cómo nos moríamos en nuestros propios aposentos. Mathías tocó el piano desafinado que estaba al rincón de la sala. Zoitsa cantó Soon this space will be too small sobre una de las camas empotradas en la pared; Sofía murió sobre la otra cama y Andrés falleció entre la multitud. A mí no me quedó más que apagar las lámparas y dar por terminada la historia. Fue una buena función. Parte del  público optó por quedarse en el lugar de los hechos… quince minutos después estaban todavía conversando con nosotros, sobre las camas, en el mueble, o reclinados sobre el piano.

Ilja nos abordó en la mañana siguiente, en el comedor, mientras desayunábamos. No había visto la función pero sí un par de escenas de nuestro ensayo. Nos contó  que en su película estaba trabajando Hanna Shygulla, la famosa actriz de Fassbinder; y nos invitó a colaborar con ella en una de las escenas del documental. Teníamos que actuar de fantasmas. Usaríamos una de las coreografías que Ilja había visto. Apareceríamos en el vestíbulo, y lo recorreríamos de un extremo al otro, justo cuando Hanna se detuviera, dándole la espalda a la recepción; desapareceríamos detrás de una pared, Hanna cruzaría hacia el ascensor, y nosotros volveríamos a atravesar el vestíbulo, como recogiendo el rastro que acabábamos de dejar. No parecía ser mucho, pero luego fuimos entendiendo la fuerza poética que tenía ese momento. Tuvimos que repetir la escena dos, tres veces. Un hombre, que bajaba de una de las habitaciones, se atravesó en la última toma. Pensamos que tendríamos que volver a hacer la coreografía. Hubo algunos comentarios entre la gente del equipo de producción, palabras alemanas que no podíamos entender, y lo que siguió fue una voz de triunfo del director, aplausos, silbidos. Martha se nos acercó y nos explicó que esa había sido la última escena de la película, que ya habían terminado, que fuéramos a cambiarnos, que Ilja nos invitaba a cenar.

De camino al restaurante fuimos casi corriendo. “Es que Hanna solo puede caminar rápido”, nos explicaron. Mejor así, el frío del otoño se estaba empezando a colar entre las chaquetas. Ya durante la cena Ilja nos dijo que había sido mágico todo lo que había pasado en el hotel en esos últimos días. Habló de las crisis y del movimiento que generaban, mucho mayor que el que podían propiciar las circunstancias ordinarias. Era triste que se cerrara el hotel, pero era finalmente lo que lo había impulsado a hacer su película. Hanna hablaba español perfecta y dulcemente. Lo había aprendido para ir a trabajar a Cuba, donde actuó en Me alquilo para soñar, la adaptación dirigida por Ruy Guerra de uno de los doce cuentos peregrinos de García Márquez. “Yo era quien se alquilaba para soñar”, nos dijo con una leve sonrisa, y sentí como si se hubiera acabado de salir de una pantalla, o más inquietante aún, como si se hubiera escapado del cuento de García Márquez. Y nos dijo que amaba Cuba, que tenía una gran amiga allá (Alicia Bustamante) a quien había conocido en lo de Ruy Guerra. Y hablamos de otras tantas cosas banales, la comida o los países, o el clima o el arte…

Nos despedimos de ella y de Ilja, dándonos muchos abrazos, y ya no los volvimos a ver. Nos fuimos caminando, ya no tan rápidamente, otra vez como fantasmas, hacia el Hotel Bogotá, donde pasaríamos la última noche, antes de no volver a encontrarlo nunca más.

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