Recortar, suprimir, desaparecer

 

Proceso de evaporación de Hojas de vida. 2016

Me hubiera gustado quedar como ponente en En Danza Co para abordar el proceso de creación de la obra Hojas de vida del grupo de investigación y creación Huellas y Tejidos, conformado por Bibiana Carvajal, Juliana Atuesta, Andrés Lagos y Margarita Roa. Iba a coger un martillo y a romper lo que queda de la escenografía. Quería realizar una última acción imposible de repetir, que acompañara un texto sobre la muerte de una obra. Me hubiera gustado oír el sonido de la madera quebrándose y observar al público preguntarse si me dolía destruir los restos de algo que fue importante para mí, o cuestionar qué placer le sacaba a esa acción. Desde hace años pienso en la manera en que mi hijo construye pistas, edificios, torres y, acto seguido, las tumba. En las dos acciones hay juego y placer. Ni siquiera piensa cuando destruye, le sale natural, fácil. Para mi sí hay un dolor por una obra que no se hizo más. Una nostalgia. Me hubiera gustado presentarla una y otra vez hasta ya no querer más, y entonces aceptaría su muerte de forma natural.

Hojas de vida fue una obra que tenía como tema la historia de la danza contemporánea en Colombia y fue el punto final de una investigación de cuatro años de desarrollo, donde entrevistamos, comparamos y estudiamos a bailarines, maestros y coreógrafos de distintas generaciones, atendiendo a sus procesos como formadores, artistas de la escena y a sus maneras de componer.

¿Qué fue eso que hicimos?

Cuando llegábamos a la librería, Edgard Sandino nos contaba cómo su familia había sido desplazada por la violencia y cómo se habían refugiado en los llanos. Y cómo se fue llenado de poesía y de teatro gracias a las cajas de libros de su padre y cómo había llegado a conocer a Jacinto Jaramillo, a empaparse de su visión crítica y revolucionaria y aprender de él las danzas de Isadora Duncan. Pero lo que más llamaba la atención era ver a Edgard bailando en medio de tantos libros, reconstruyendo las frases de Duncan, verlo volátil y también escuchar sus pasos moviendo el aire con su zapateado, ponerse el sombrero, agarrase el cinturón, aferrarse a la tierra, alejarse y acercarse, mirar al público a los ojos, hasta llegar a escuchar su respiración jadeando y el piso haciendo música.

Fue como haber caído en la misma trampa infinita de la danza, en su condición efímera. Y nos fuimos en esa dirección, convencidos de la caída, conscientes de lo que íbamos a hacer. Invertimos el dinero de una beca en un proyecto de creación que implicaba unas condiciones de producción difíciles y costosas. En realidad la obra era  sencilla, casera, el espectador casi la podía tocar con sus manos, pero no por eso dejaba de ser complicada logísticamente.

Los espectadores venían a ver una obra de danza, pero lo primero con lo que se encontraban era con una galería en la Casa del Teatro que diseñamos los cuatro, junto con Alexander Guembel, donde el espectador debía armar un rompecabezas enorme que conectaba diferentes temáticas de las obras en Colombia, podía llamar a varios coreógrafos por teléfono y oír sus visiones y su sentido del humor. El espectador podía sentarse junto a los televisores enfrentados y escuchar a coreógrafos, bailarines  y gestores que han bailado durante años e impulsado festivales, discutir el porqué de la baja afluencia del público de la danza contemporánea en Bogotá; encontrarse con cientos de recortes de periódico; ponerse los audífonos y escuchar las piezas musicales de obras realizadas desde El Estudio y Triknia Kabhélioz hasta La Casona; ver las fotos que Ruven Afanador le tomó a Álvaro Restrepo; conectar en un mapa gigante los lugares de la danza en Bogotá desde los años setenta y ver una lucecita que se encendía si lo lograba.

Cuando estábamos discutiendo el escenario idóneo para presentarla, se nos ocurrió que cada escena ocurriera en un espacio distinto de la ciudad, que cada intérprete invitado se presentara en un espacio pensado para él o para ella, y que los espectadores viajaran en una buseta de un lugar a otro. Nos hicimos la pregunta: ¿y cuando se acabe la plata y queramos volver a hacerla? Sin embargo nos pareció una idea tan emocionante que dijimos: “tenemos que hacerla así, ya que podemos”. Y pudimos.

Cuando los pasajeros subían a la buseta, la música que sonaba allí adentro se conectaba con la música del siguiente espacio a donde llegábamos, o se escuchaba un texto ficticio grabado por un locutor profesional que le hacía creer al espectador que estábamos en la Bogotá del 2050, donde las condiciones de la danza contemporánea  eran maravillosas e iban más allá de todo lo que hemos podido soñar hasta ahora y donde parecían realmente absurdas y extrañas las condiciones reales que tenemos en el 2016 o que teníamos en el 2012. Mientras se escuchaba el texto, la voz hacía referencia a una casa o a una esquina y entonces la calle se volvía la escena y los transeúntes, performers. Se redimensionaban el presente, el futuro y el pasado; la historia y la ficción.

Sabíamos que volver al cuerpo, hacer una obra a partir de nuestro proceso de investigación, era volver a la fragilidad del registro de la danza en el tiempo. ¿Cómo se graba la danza?, ¿cómo permanece?, ¿cómo se sostiene en el tiempo, en la historia? Una obra sigue existiendo en la medida en que se siga presentando. Después queda solo lo impreso en la memoria del espectador, los intérpretes y los creadores. En las fotos. Y en las palabras de algunos que escriben, palabras que se acercan, rodean el evento, y nunca serán el hueso que se mueve.

Cuando el pasajero llegaba a la Factoría, lo recibía Leyla Castillo en la puerta como si estuviera en su casa y les pedía a todos que se quitaran los zapatos para ponerlos en el escenario y entonces el tiempo daba vueltas, el metrónomo de las Ofelias reverberaba, sentíamos platos rotos aunque solo se viera el martillo, sentíamos la ausencia dentro de ese vestido largo esparcido y blanquísimo. Y entonces empezaba la extenuación de un país. Se podía ver a todos los bailarines dentro de la tierra aunque solo estuviera Leyla metida en su platón. Íbamos adentro de La mirada del avestruz. Llevados del cuerpo de Leyla reconstruyendo pedazos de obra, entramos en el roce, la confrontación, la pérdida, el vacío y la comunidad. Y también Leyla se movió como directora, abrió y cerró telones, se puso el collar, volvió a ser perra en La perrera, salió de escena y volvió a entrar, dirigió un extracto de su Dulce antropofagia.

Cinco espacios. Un libro sobre historias de la danza en Colombia. Una galería. Una buseta con buen sonido. Un rompecabezas para armar. Un teléfono. Dos televisores. Una Factoría. Una Casa del Teatro. Una casa de Marcela. Una Casa Tomada. Una Plaza Padilla. Un flash mob. 250 velas. 3 músicos en vivo. Un micrófono. 4 toneladas de voluntad. 12 bailarines voluntarios. 9 noches despejadas. Un vestido rojo. Una tierra. Un platón. Una red. Un Potro Azul. Una Capa. Un Narcizo, un Neruda, un silencio.

Un Raúl Parra. Un Edgard Sandino. Una Katy Chamorro. Una Leyla Castillo. Una mayúscula. Un nosotros.

Después, resistiéndonos a que la obra desapareciera, trabajamos dando talleres y conferencias sobre historias de la danza en Colombia, para ahorrar y volver a hacerla al año siguiente, convocando a nuestros 4 invitados-protagonistas y trayendo la buseta, pero sin galería. Y también en la I Bienal de Danza de Cali, y en el I Congreso de Investigación de la Tadeo, mostramos una de las escenas, un pedacito, un fragmento.

La escena de Raúl Parra sucedía en una casa alquilada en Teusaquillo, era como estar en una clase con un profesor hilarante, sobre la movida de la danza en Bogotá en los años ochenta, llena de relaciones, de afectos  y de descubrimientos con respecto a las posibilidades sensibles del cuerpo y de un mundo que rasgaban “4 gatos”.  De pronto el actor-bailarín se quedaba congelado en Tótem con una solemnidad inesperada para recordar obras de Carlos Latorre y Jorge Tovar. Se derretía hacia el piso, se volvía onomatopeya, se escondía debajo de la mesa, parecía gozar y sufrir la escena simultáneamente, mezclando, alucinando, olvidando, manteniendo el equilibrio. Con una misma capa, fue Álvaro Fuentes, el súper héroe excéntrico, y sacó la fuerza del Potro para hablar de un país en guerra. Nos llevó a los Festivales de la Contraloría, al León de Greiff, al Teatro Colón, y nos sacó lágrimas de la risa hablando de las metodologías sangrientas de su maestro Plutarco Pardo.

¿Cómo puede ser que siga existiendo el libro? ¿Y la obra?

Hicimos el libro para tener memoria de nuestra historia en Colombia como bailarines de danza contemporánea, para hablar de lo efímero del movimiento e intentar recuperar pedazos, traducir lo intraducible, oír la voz de maestros, bailarines, coreógrafos. Hicimos una obra de danza invitando a estos grandes maestros para regresar al cuerpo.

La escena de Katy Chamorro la dejamos de última porque era el momento de congregación. Es el momento más difícil de describir porque no había ni una sola palabra. Y también era cuando dejábamos de ver ‘solos’, para pasar al contagio colectivo. Creamos un flash mob en plena Plaza Padilla del Park Way donde llegaban los espectadores en la buseta a un espacio delimitado por velas, donde más o menos todo parecía espontaneo, en parte porque muchas personas que pasaban caminando por ahí se iban sumando como espectadores. Pero casi todo lo que sucedía estaba ensayado. Katy bailaba con la música en vivo creando un ritual ancestral y personal, acompañada por Gilbert Martínez, Mauricio Lozano y Santiago Roa, quienes tocaban djembé, zurdo y campanas. De repente se le unían 12 bailarines, que hasta ese momento parecían espectadores, y con ellos llenaba el espacio, creando un coro poderoso, desplazamientos en círculos infinitos al ritmo de la música, convocando a la luna, los árboles y la tierra y a la resistencia, a la manada. Y entonces el espectador se entregaba al fuego y a los tambores.

Ahora que Hojas de vida desapareció de la escena quisiera tirar las fichas, escribir sobre eso que viví como parte de un grupo, para ser parte de su proceso de descomposición, para pasar la página y decir: “yo estuve ahí”.

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