SoySebastián Ramírez Maya.Si tuviera que hacer una reseña biográfica que preceda estas cortas palabras, entonces quisiera decir que no soy nada. Aunque sí espero algún día convertirme en una gran intuición sin melena. Una vez un maestro me dijo: “¡Suéltate la melena!”.
Hago con mi cuerpo algo que no aprendí en casa, algo que ya he sabido desde siempre, pero que escondieron con capricho a unos pocos centímetros debajo de mi piel. Quiero llegar allí cuantas veces pueda para reírme un poco de dios. No es hacer danza lo que digo. Es dejar que la danza se haga en frente de mis ojos. No es fácil dar ese paso para saltar en caída libre al abismo de mi ser, y en el intento descubrirme un poco más salvaje. Dejar que se fabrique dentro de mí un grito más animal, y que salga a través de todo mi cuerpo. Que retumbe el sonido del misterio y maravilla de lo indecible. Quiero con la danza convertirme en objeto, sujeto y método al mismo tiempo. De lo que hablo es de la resonancia de un dios en este mi cuerpo. Es un momento de sinestesia donde la carne se inerva con una salpicadura de alma y se asiste a una orgía con el inconsciente universal. Sólo aquí veo al dios que me prometieron de niño y que se encargaron de aniquilar al cabo de unos años. Dios no tiene melena ni barba. Simplemente es un corrientazo que viaja desde los testículos hasta el cielo, que pasa por el espinazo y arrastra consigo el pensamiento simultáneo de todo mi cuerpo. Es una succión celestial de las vísceras y de los órganos del sexo, con una estela de movimiento detrás de sí. Curvas que se dibujan en todas las dimensiones del tiempo y del espacio. Asisto a la danza para ver a dios a los ojos en un salto vertiginoso que atraviesa las vibraciones aleatorias del movimiento. Para construir súbitamente una escultura de lo improbable e impensable. Un lienzo para la convulsión del cuerpo que se agita y se dibuja creativo a cada instante. Bailo para escuchar el impulso interno que me arranca del orden y me arroja al caos, donde observo cómo emerge una nueva organización de la amalgama cuerpo-cabeza-alma y melena. Una coalición entre razón e intuición en el preludio del sueño, en este espejismo de realidad.
Cuando avanzo en una improvisación de danza, crece la idea de cuerpo que sostengo en mí. Me convierto en una sola intuición que ordena desde un centro de inteligencia sistémico todas las partes de mi cuerpo a la vez. En ese momento sé perfectamente lo que hay delante y detrás de mí. Interna y externamente crece una conciencia de lo que es real y lo que es imaginario. Remuevo la máscara del hábito y llego a un estado de relajación donde todo es aparente: la gravedad, la masa, la barba de dios, y todo el repertorio de “verdades”. Y lo imaginario se vuelve cada vez más real. Y es el momento para inventar las nuevas reglas de la percepción.
El lugar donde bailo viaja a través de mi cuerpo. Se expande y se contrae, y sus contornos se funden cada vez más con mi piel. Ambos se alinean y permiten que el pensamiento fluya en una voz a cuerpo entero. Se derrama un grito más orgánico y animal desde ese lugar furtivo de nuestro ser que nos prohíben habitar una vez nos volvemos grandes. Es un diálogo para entender con todo el cuerpo y no con la melena o la lengua. La danza no es tanto para hablar de ella como para perderse en ella, y atiborrarse de su luz. El que baile abrirá en cada paso un nuevo trayecto en ese gran vacío donde todo emerge y culmina al mismo tiempo. Transformará con sus líneas el espacio, y con él, a todos los espectadores que están invitados al gran abrazo con las vísceras del bailarín.
Cuando entro en estos canales de creación continuada a través del meneo, confirmo que existe aún la posibilidad de ahorcar los hábitos y dar paso a un hombre más auténtico, más libre, más simple, más real. Hablo de cuando el ser humano asiste a la danza a dos cuerpos. El suyo y el de dios. Es suficiente un solo movimiento continuo. Sin principio ni fin. Y seguido de otro, y otro; y uno más, y así espontáneamente hasta que se haga la voluntad auténtica de la nada, ese sitio donde emerge el ritmo y la música, donde quiero seguir diseñando lo que resta del destino.
Hablo de una improvisación de danza en tiempo presente. Un momento para moverse con todo el cuerpo a la siguiente acción, sintiendo que no existe otra opción sino seguir y seguir, corriendo el riesgo de estar en una ilusión privada, quizá incomprensible. No hablo de masturbaciones mentales en un movimiento catártico. Hablo de reírse de la barba de dios.
La danza es mi inversión a plazo eterno. Es mi dedicatoria a la vida y el epitafio que escribo para mi eternidad. Se escribe en presente con el recuerdo del pasado y con el imaginario del futuro. Un compendio instantáneo y efímero que contiene los trazos de mi cuerpo continuo que nacen desde el exterior, atraviesan mi percepción y mi memoria y son para el exterior. Que transforma el espacio y la mente. Un libro de respuestas. Porque ahí están todas las respuestas. Un lugar donde acudo para aprender un poco más de mí mismo como ser humano, como vida y como universo en mí.
A mi maestro un día le escribí: Esta es una improvisación más, para decirle que comprendí que la única manera de encontrar respuestas es estar allá afuera. Adentro en la cabeza me gusta, pero no es suficiente. Afuera sí, adentro sólo si se pasa lo suficientemente rápido como para atravesar y llegar al otro lado. Otra vez más frente al camino que conduce al “centro” de todo. Caminos que entran al cuerpo y atraviesan toda la existencia.
Yo digo que la vida es un callejón de muchas puertas. Usted igual que yo quiere haber estado en todos los cuartos, pero desde mucho antes sospecha que cualquier camino conducirá al mismo lugar. Siempre y cuando atraviese por sus entrañas con suficiente fuerza como para salir al otro lado.
Llévese esto que no son sino palabras, déjenos a cambio las líneas de su cuerpo y llévese las nuestras, y sólo por si acaso, ¡Llévese ésta melena!