La consagración, sus motivos y sus formas

El presente texto cierra una serie de artículos a propósito de La falsa consagración, una pieza que fue creada en el año 2018 por la Compañía Joven de Danza Crea. Estos artículos fueron redactados gracias a la Beca de Periodismo Cultural y Crítica de las Artes Idartes 2021, y a la colaboración de algunos de los gestores y creadores de la obra. El trabajo, en su totalidad, ha sido publicado en esta revista.

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I.

Ya desde antes de 1913, un compositor sabía que su obra podía correr la suerte de remontar uno o varios siglos y ser escuchada por gente que aparecería en el paisaje muchísimo después de que él se hubiera marchado de este mundo. La música quedaba escrita en notaciones precisas, y las pequeñas variaciones de interpretación no alcanzarían a desdibujar lo que había querido expresar. El coreógrafo, por el contrario, no podía sentirse tan seguro de que sus composiciones se preservaran. Por muy codificado que estuviera el movimiento (en el ballet, por ejemplo), nadie podía asegurar que con el correr de los años las líneas no se fueran alterando. El coreógrafo, a diferencia del compositor, no tenía cómo apuntalar su inmortalidad. No había manera de darle consistencia a su espíritu; resultaba este ser tan vaporoso como un pájaro, y como el mismo arte que ejercía. Ahora bien, si ese coreógrafo decidía romper con la codificación regular de su arte, aventurarse en una forma nueva (como en una especie de esperanto o de glíglico de la danza), su perduración acabaría resultándole, mucho más que a cualquier otro, por poco imposible. Digo “por poco” porque había otra posibilidad: que esa forma tuviera tanta fuerza, que hubiera sido tejida con tanto nervio, que, al cabo del tiempo, a las generaciones posteriores les resultara inevitable querer recuperarla.

Fue lo que vino a suceder con la composición de La consagración de la primavera de Nijinsky. La coreografía, el día del estreno en 1913, en el Teatro de los Campos Elíseos de París, fracasó de manera incomparable. Pero fue un fracaso de esos que acaban por fijar la gloria en la posteridad, uno causado por incomprensión y prejuicio. Nijinsky, en términos generales, quebró las estructuras y las líneas que había definido juiciosamente el ballet, lo cual puso extremadamente nervioso a su público. Quizás aquello que, sobre todo, escandalizó a la gente, fue contener las corrientes de energía que habitualmente se proyectaban hacia lo alto, para redirigirlas hacia un lugar ciertamente menos apacible, más inquietante: la tierra y sus oscuros pasadizos. La invitación de Diaghilev a buscar los temas de su compañía en el territorio ruso, los motivos que aportó Roerich (los chamanes, los cazadores, los paisajes primitivos), y la música de Stravinsky (una suerte de implosión de la música romántica) fue lo que acabó por alentar a Nijinsky a construir aquella extrañísima propuesta coreográfica. Los hombros recogidos, las rodillas rotadas hacia dentro, los rebotes salvajes, las pesadas marchas y los círculos místicos no debieron parecer más que una broma o una provocación. Pero después del escándalo, y después de unas cuantas funciones quizás no muy exitosas, después del tiempo, el mundo vino a entender que había suficiente hondura en aquella composición, tanta como para que otra compañía, el Joffrey Ballet, se tomara el trabajo de reconstruirla en 1987, basándose nada más que en bocetos y en los relatos de los bailarines ya nonagenarios del ballet de Diaghilev. El espíritu de Nijinsky, pues, como el de ningún otro compositor de movimientos, pudo resistir el peso del tiempo, y volver a tomar forma en cuerpos distantes. No debe de haber muchos casos como este en la historia de la danza.

II.

Muchas pueden ser las razones por las que La consagración de la primavera de 1913 se convirtió en una obra tan relevante. En primer término, de seguro, está la calidad y la fuerza que tuvo en todos sus frentes. La composición musical resultó ser magnífica; la propuesta visual inquietante, misteriosa; y la coreografía prodigiosa (extraña, provocadora, probablemente fea, pero prodigiosa).

Luego, el escándalo del día del estreno también jugó a favor de la obra. Los relatos sobre lo que sucedió aquella fecha son fascinantes: la incomodidad del público ya desde las primeras notas del fagot (un graznido de ave silvestre, más que aquella acostumbrada voz cálida de las piezas románticas), las burlas por el maquillaje y las posiciones de los bailarines, la indignación frente a los violentos rebotes ya en la “Danza de los adolescentes”, los gritos, los abucheos, las sillas volando de lado a lado… el director y la orquesta, en medio de la algarabía, tratando de mantener a flote la pieza musical; la compañía ejecutando aquella coreografía inverosímil, sin poder oír con claridad la orquesta; Nijinsky contando furiosamente los compases irregulares, pretendiendo ser escuchado por sus bailarines, detrás de uno de los telones y trepado sobre una butaca; y Stravinsky sosteniendo a Nijinsky por el pantalón, cuidándolo de que no se viniera abajo en cualquier momento. Todo aquel teatro creó una atracción suficiente como para que, después de varias décadas, otros coreógrafos, y escritores y críticos y periodistas, siguieran dirigiendo la mirada hacia aquella obra.

Pero más allá del escándalo, y más allá también de los logros estético en todos sus frentes… (que en todo caso son logros relativos: a Picasso le parecieron una genialidad la música y la coreografía, pero no las pinturas de Roerich; a Saint Saëns probablemente le hayan gustado los vestuarios, pero la partitura le pareció abominable; y no habrá faltado el coreógrafo que haya considerado la música, los vestuarios y la escenografía una genialidad, y los movimientos un disparate)… más allá, pues, de la fama y la belleza de la obra, se puede mencionar el fondo de la misma como una causa de su supervivencia. Digamos, el espíritu. Diaghilev, el gran gestor y dueño y director general de la compañía (los Ballets Rusos), se había propuesto remover el territorio ruso −sus tradiciones, sus músicas, sus mitologías−, para crear un nuevo arte, o uno que al menos expusiera un nuevo universo y que no se ciñera ya a los acostumbrados temas del ballet del siglo XIX y sus repetidos procedimientos: la técnica sin fondo, el virtuosismo sin expresión, el relato sin misterio, el orden sin quiebre, la belleza sin cicatrices.

En ese ejercicio, Diaghilev le propuso a Stravinsky que compusiera la música para un ballet que tuviera por tema un sacrificio ritual. Stravinsky hizo la tarea, y entregó como resultado una pieza inesperada, perfectamente tejida a partir de impulsos inconscientes, de sueños primitivos y extravagancias sonoras. Aquella música desataba viejos demonios dormidos, fuerzas que habían sido encadenadas u ordenadas al cabo de los siglos, a través de la disciplina constante de la razón y la técnica. Se valía Stravinsky, claro está, del mismo lenguaje que había desarrollado occidente, el pentagrama, los grupos de cuerdas y cobres y maderas, pero permitiéndose la filtración de sonidos silvestres, y disonancias y modulaciones imprevistas, y ritmos incómodos y por poco indescifrables. Con esta apuesta, Stravinsky logró sugerir (¡logró hacer ver!) aquellos viejos rituales de rondas y círculos místicos, en que participaban el brujo, el cazador y la elegida; logró despertar una memoria antigua y común que −si Jung y otros poetas tienen razón− venimos a compartir todos los seres humanos que pisamos hoy día el planeta.

La respuesta de Nijinsky a aquella composición no fue menos transgresora. Su coreografía se tejió a partir de rebotes salvajes, círculos rituales, manos empuñadas, dedos torcidos, miradas al piso, y ni un solo pas de chat, ni un sissone, ni ninguna de esas formas largamente labradas, que, en el pensamiento occidental, habían venido a crear la ilusión del dominio de los elementos, de las materias y el movimiento. Adiós a la Técnica, a las líneas que había trazado una mano paciente –la mano del Dios del Ballet–, en la búsqueda de esas formas (o esencias) soñadas por Platón, el brazo hecho idea, el intachable empeine, la inmaculada clavícula y el codo impoluto. La forma, por sí misma, fue reemplazada por el sentido, por la necesidad de develarse. Y todo ello en función de redescubrir aquel paisaje primitivo, aquel fondo, aquella corriente, pues, que configuró la pieza misma y que la hizo tan potente y tan memorable.

III.

Antes de que se lograra rescatar la coreografía de Nijinsky en 1987 por el Joffrey Ballet, otros coreógrafos hicieron sus propias apuestas en su propósito de darle movimiento a la partitura trazada por Stravinsky. Uno de ellos fue Maurice Bejart, en 1959; otra fue Pina Bausch, en 1975. Cada cual hizo su propia lectura del sueño del compositor, logrando poner sobre la escena una variación bien diferente (¡y también muy parecida!) a la versión original. Se diferenciaron en los códigos, en las dramaturgias, en las coreografías, pero se parecieron en el motivo, aquel que había sido definido por sus primeros creadores: el sacrificio, la consagración.

La pieza de Nijinsky y la de Bausch se parecen en que hay una única elegida, pero en el primero esta elegida es glorificada y en la segunda es condenada y expulsada. La de Bejart se acerca a la de Nijinsky en cuanto que el sacrificio sugiere el renacimiento, la renovación de la vida, solo que en Bejart este sacrificio es figurado en el sexo, en el encuentro de dos partes contrarias e interdependientes que a la postre dan como resultado un nuevo ser. La de Pina Bausch, en este sentido, parece ser bastante más pesimista: el sacrificio no se efectúa para producir la vida, sino que es el resultado de la maldad humana, o por lo menos de la estupidez, la incomprensión y la pulsión gregaria. Las tres piezas, de alguna manera, resaltan la distancia y la diferencia de los géneros femenino y masculino. En Nijiinsky son los hombres los que pelean en los “Juegos de las tribus rivales”, en Pina Bausch las mujeres se esconden y se resguardan ante la amenaza masculina que ha de seleccionar a la elegida, y en Bejart los chicos van con los chicos y las chicas con las chicas, estas se cierran como una flor, y aquellos las van cercando con afán animal hasta que al fin logran fecundarlas. En otras versiones los hombres violan sagaz o violentamente a las mujeres y luego las condenan por quedar en embarazo. Una similitud en las tres piezas son las rondas rituales, pero quizás sea la de Nijinsky la que logre acercar más esa ronda al círculo místico: la concentración de lo plural en un punto único e inmanente, el reconocimiento de las formas diversas en una misma esencia. Esta interpretación, por supuesto, es muy personal e intuitiva; no sé muy bien por qué se me ha ocurrido escribirlo, pero podría intentar una razón: los individuos de la tribu cercan a la elegida, pero también la veneran; no parece haber ningún juicio, ni castigo, y más bien dan la impresión de estar dándole curso a la energía que reciben del cielo para ayudar a la elegida a cumplir con su transformación, aquella que a la postre figurará la renovación de la comunidad en su totalidad, pues lo que pasa en el centro de la congregación es también lo que ocurre en cada uno de los puntos de la circunferencia; los cuerpos de la periferia viven también el sacrificio, y se integran a la ofrenda que le están haciendo a los dioses de la fertilidad.

Otra de las diferencias notables de estas tres piezas es la técnica de que se valieron para crear las coreografías. A mi manera de ver, la que más se aleja de los códigos de la danza clásica, curiosamente, es la que se creó más cerca a esta, la de Nijinsky (si es que la reconstrucción del Joffrey Ballet es suficientemente fiel a la original). Lo echo de ver en la disposición del esternón y los hombros, y en las líneas de los brazos; en la ubicación de las rodillas, en la dirección de los pies, en las proyecciones de la mirada; en fin, en esa manera tan enrarecida y provocadora de configurar el cuerpo. Las respuestas de Pina Bausch y de Maurice Bejart (sobre todo la de Bejart) fueron mucho menos contestatarias con respecto a la danza clásica, pero esto se explica quizás porque solo sentimos necesidad de alejarnos de aquello que ejerce una mayor coacción sobre nosotros, y a finales de los cincuenta y ya en los setenta, el ballet había sido bastante interpelado; no así en 1913. La coreografía de Nijinsky es una antítesis del ballet, mientras que la de Bausch no lo reniega, y la de Bejart lo conserva sustancialmente. Sea como sea, las tres, en todo caso, logran crear una dinámica circular muy distante de las lógicas frontales de la danza clásica. Y las tres se pueden disfrutar de comienzo a fin, más allá de las preferencias, si se está dispuesto a redescubrir sus símbolos y sus magias.

IV.

En noviembre de 2018 se presentó en Bogotá una nueva versión de La consagración de la primavera. La obra, que tuvo por título La falsa consagración, fue dirigida por Michele Cárdenas, bailarín de danza urbana y de danza contemporánea, e interpretada por la Compañía Joven de Danza Crea. El estreno de la pieza se llevó a cabo en el Teatro Jorge Eliecer Gaitán, en el marco del Festival Danza en la Ciudad, y en el contexto de las protestas universitarias que preludiaron las convulsiones sociales de 2019 y 2021. La obra, abiertamente, se integró a las corrientes de indignación y denuncia frente a la corrupción, el abuso, la hipocresía, la maldad, la antipatía, la estupidez, la incompetencia, la sevicia y la lagartería del Estado colombiano, en general, y la del gobierno de aquel momento, en particular, que estaban ocupados (y venían siendo y lo siguen estando) por la godarria más vergonzosa, pacata, conveniente, obtusa y fascista que pueda llegar a parir una historia. La falsa consagración, pues, fue una pieza claramente política, que no se concibió así en un principio −según lo ha manifestado su director−, pero que se fue configurando de tal manera por el empuje de las circunstancias. Principalmente, la obra habló de las desapariciones y asesinatos de jóvenes inocentes, a quienes, una vez fusilados, hicieron pasar por guerrilleros para inflar los resultados de las Fuerzas Militares del Estado y con ello justificar la política de Seguridad Democrática de los años dos mil. También fueron citadas otras situaciones sensibles para el país, por ejemplo, la explotación criminal de los territorios, el desamparo de las madres de los desaparecidos, el dominio fascista y la devoción por el mismo, pero, en términos generales, los asesinatos de los jóvenes constituyeron el eje central de la pieza; un eje que, por demás, integraba de manera consecuente los demás pasajes.

Pero, decía, la obra no fue concebida inicialmente como una pieza de denuncia política. Todo comenzó por un entusiasmo de una de las gestoras de la Compañía Joven, Juliana Atuesta… (la Compañía Joven surgió del programa distrital Crea, antes llamado CLAN, que consiste en abrir espacios formativos en artes para las poblaciones de las localidades). Juliana, en el 2016, les propuso a los profesores de danza del Crea hacer algunos ejercicios breves alrededor de la famosa (o no tan famosa) pieza de Stravinsky. Veía ella en La consagración una excusa para reflexionar sobre el territorio, para darle una mirada al propio contexto. Aquella pieza había surgido bajo la necesidad de un grupo de artistas de volver a las raíces propias, y, en esa medida, podía llegar a sugerir una búsqueda sobre lo que había en este lado del planeta, en estos cuerpos y en estas sensibilidades. Al parecer, algunos de los profesores del Crea se mostraron un tanto reticentes, pero hubo otros que se permitieron la exploración, llegando a entusiasmarse con el ejercicio. Uno de estos últimos fue Michele Cárdenas. En ese momento construyó un pequeño fragmento para un grupo de niños de diez años, pero la idea de montar la pieza completa quedó por ahí flotando en el aire. Juliana también se quedó pensándolo, de manera que un par de años después, cuando Michele entró a dirigir la Compañía Joven, decidieron enfrentar el reto. Harían una versión de La consagración de la primavera, una que abarcara todos sus sonidos e intensidades, desde los “Augurios primaverales” hasta la “Danza sagrada”, desde las primeras voces quebradas del fagot hasta el crujir del güiro final.

El grupo estaba integrado por jóvenes de entre 13 y 20 años, que se habían formado en distintos géneros: tango, salsa, contemporáneo, urbano, etcétera. Había que construir con todos un mismo lenguaje, uno con el que además lograran remontar la complicada composición musical que tenían por delante. Pudieron haberse dedicado nada más que a aquella empresa, pero en la ruta aparecieron otras pasiones, otras necesidades. La coyuntura política (había temporada de elecciones presidenciales) empezó a punzar al director, y acabó este por pretender entrelazar el tema primigenio de la obra (el sacrificio) con las violencias de nuestro territorio. De alguna manera, esa intención se correspondía con la motivación inicial que había tenido Juliana Atuesta dos años atrás, cuando había propuesto aquel primer ejercicio en torno a La consagración. Pero, por otro lado, el querer hacer una obra sobre la violencia venía a complicar lo que ya era suficientemente difícil. Los chicos y las chicas, al principio, no entendían muy bien de qué era que se hablaba, y muchos de los padres y madres que acompañaban el proceso no vieron con buenos ojos el hecho de que sus hijos se ocuparan de un tema no apto para niños. Hubo, por tal motivo, algunas deserciones. Pero el proceso continuó en esa vía y, al cabo de los meses, los bailarines estaban suficientemente enterados de lo que había sucedido en años recientes con respecto a los llamados “falsos positivos”, y estaban entrelazando su coreografía con aquella información y con los sentimientos que todo esto les provocaba.

En el Jorge Eliecer Gaitán se estrenó una pieza admirable, tanto por la claridad del discurso como por la contundencia de la interpretación. También fue una pieza incómoda, bizarra en una proporción justa, y apasionada… dejaba ver la pasión sentida por un grupo de jóvenes que se habían enterado recientemente de algunas de las verdades dolorosas que se les solía ocultar. Bailaban el dolor, habitándolo verdaderamente. Bailaban el desamparo y la compasión. Y bailaban el poder, confrontándose consigo mismos, sintiéndose quizás partícipes de aquel espíritu fascista que había desencadenado todo aquel desastre.

La falsa consagración, más allá de sus logros coreográficos, de las variaciones de movimiento, de las destrezas que expuso, permitió ver a un grupo de bailarines que había alcanzado una de las mayores virtudes para un intérprete: la consciencia de su propio cuerpo, la integración del sentir y el pensar en la propia ejecución. Este logro tuvo que ver, de seguro, con el proceso de entrenamiento, el que tuvieron al cabo del montaje, el que tuvieron con los maestros con que trabajaron previamente ya ahí en la compañía, y el que habían tenido desde sus tiempos de formación en los grupos locales del CLAN y del Crea, pero también tuvo que ver con el esfuerzo por enterarse y comprender la realidad de la que hablaban: esa capacidad que tuvieron de mirar muy de frente el horror que los circundaba. Luego, el haber activado la conciencia, el haber integrado sus sentires a sus movimientos, hicieron que La falsa consagración fuera también, desde su proceso, un rito de transformación, de muerte y renacimiento. Al hablar con algunas de las bailarinas de la obra, podía comprobar cómo esta había marcado un punto de inflexión en sus propias vidas, cómo las había impulsado a tomar decisiones fundamentales. La importancia que le daban a la pieza para sus carreras como artistas o humanistas, para su definición como ciudadanas, se correspondía con lo que se había visto en la escena, con esa gravedad, con ese peso con que la habían interpretado.

La obra se presentó muy contadas veces entre finales del año 2018 y comienzos del año 2019. Ya en el 2021, su director, Michele Cárdenas, hizo un remontaje con su propia compañía: Zigma Danza. En esta versión participaron (o están participando, dado que hay proyecciones para volver a presentarla en este 2022) cuatro bailarinas y un bailarín de la pieza del 2018. Cambió en algo la obra: hay menos intérpretes, por ejemplo, y esto hace que no se logren ciertas corrientes de masa muy potentes que había en la versión primera; pero también ha ganado en una cierta precisión, que es posible, quizás, por haber tenido la compañía Zigma la posibilidad de trabajar de una manera más autónoma.

Entre una versión y la otra no pasó mucho tiempo, pero sí que vinieron a suceder muchas cosas: la pandemia y una nueva masacre por parte del Estado, ya en las calles de las ciudades principales del país. El fascismo arremete con furia, pero el arte, en cuanto espíritu, es indestructible.         

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