Aquí, en Café tazas rotas, los cuerpos en escena se convierten en paisajes emocionales, testigos del caos de la condición humana. La obra nos sumerge en una atómsfera suspendida, tan cargada de simbolismo como de tensión corporal.
Desde el primer instante, el espectador se encuentra con una escena íntima, un lugar de tránsito, de encuentro, donde objetos cotidianos como tazas, cigarrillos y encendedores cobran una dimensión coreográfica propia. No es una simple utilería, por supuesto. Son los detonantes de la acción danzada y del ritual de la conversación.
En la obra se formulan preguntas de profunda carga política y filosófica: ¿puede la violencia emancipar al ser? ¿Hasta qué punto las religiones, los fundamentalismos y las lógicas de consumo han moldeado nuestros afectos y pensamientos? Estas cuestiones no se abordan desde el discurso explícito, sino a través de las tensiones del movimiento físico, en el momento en que el cuerpo, por otro lado, se convierte en signo de resistencia y reflejo del absurdo existencial.
Los intérpretes —dos figuras que deambulan, se confrontan y se buscan— encarnan los contrastes del comportamiento humano: la necesidad de comunión y la pulsión de destrucción. Su relación, atravesada por momentos de intimidad violenta, se despliega en una partitura meticulosa, acrobática por momentos, pero también muy poética, sutil, delicada.
Visualmente, la obra trabaja con una estética del desgaste: el sudor, el humo del cigarrillo, la repetición obsesiva de acciones, el gesto llevado al límite, todo contribuye a crear una atmósfera densa, cargada de una entropía que no colapsa sino que se expande, como una herida abierta que se niega a cicatrizar. Es un paisaje donde el absurdo no es desorden sino estructura; donde la incoherencia es una forma de la verdad.



Creación y performance: César García y Yenzer Pinilla
Iluminación: Catalina Mosquera
Sonido y Maquillaje: Shelomith Ell Shalem Marin Delgado