Por Rodrigo Estrada
Cuando entramos a la sala, aquellos seis personajes están ya en el escenario, esperando a que terminemos de acomodarnos en nuestras sillas, proyectando una calma aparentemente duradera. Basta, sin embargo, que uno de ellos deje escapar sus reprimidas extravagancias para que, en adelante, el escenario sea inundado por un tropel de demonios inesperados, tan hilarantes como terribles.
De escena en escena, vemos cómo va desenvolviéndose el espectáculo más asombroso al que podamos asistir: el circo de lo humano. Asombroso porque nadie puede dejar de admirarse cuando se topa, una vez más, con esa naturaleza que mucho nos empeñamos en ocultar. En Unicoanómalo hacen aparición todas aquellas manías que definen nuestro carácter. Entonces, mirando al ser desnudo y liberado de corrección psicológica, recordamos lo autoritarios, lo miedosos o neuróticos que también podemos ser. Nos reímos, pero sabemos que aquello es lo que configura nuestra monstruosidad, y que a veces esa condición es mucho más violenta con el mundo y con nosotros mismos que lo que estábamos dispuestos a aceptar.
La obra, además de ser obra, creo, debió de ser un proceso de catarsis en el que los intérpretes, y de seguro el director, lograron liberar algo de sus profundidades. Por esto la pieza es tan atractiva, porque más allá de la técnica al bailar, del tejido coreográfico y de las virtudes de cada uno de esos cuerpos, hacen aparición, y con una potencia incontenible, los seres encadenados que, en la vida diaria, suelen fugarse apenas en pequeños gestos. Esa demencia que a veces sospechamos en una sonrisa, en el tono de una palabra, en una mirada, se hace grito, temblor, súplica, autoflagelo y risa estruendosa. Aparece, con todo su turbio esplendor, la anomalía de quienes al principio parecían tan normales, tan cotidianos. Lo que uno puede deducir, entonces (y basta mirar con un poco más de cuidado a nuestros vecinos para comprobarlo), es que en el comportamiento de todos los días está siempre latente la locura que habita bajo la piel. Haber liberado esa locura ha sido lo mejor entre todas las cosas buenas (la iluminación, el vestuario, las coreografías, la escenografía, la música), que tiene la pieza.
Yenzer Pinilla, director de HombreBuho, ha creado esta obra en compañía de Vanessa Henríquez, Ricardo Villota, Ana María Benavides, Ingrid Londoño, Santiago Mariño y Esteban Córdoba. El diseño de vestuario lo hizo Mila Chávez, la iluminación la realizó Javier Suárez, y la música fue compuesta por David Montes. Se trata de un equipo admirable, más que por las virtudes de cada uno, por la amabilidad de haber entretejido, escuchándose entre ellos, este espectáculo de nervios y obsesiones.