El cuerpo a la mesa: sobre «En este país ya no cocino»

Foto Zoad Humar / 2010

Nunca habías asistido a una cena tan encantadoramente grotesca; un ágape cristiano, comunitario, fraterno y, de golpe, extravagante y grosero; pero de esa grosería que admites por ser tan amable. La cena, a la que has sido invitado por un anfitrión algo zalamero, que te extrajo de la protegida zona del público, empieza con una corrección tranquilizadora, en la que debes cumplir con tareas sencillas: tostar un pan o partir un ajo o poner aceite, y tomarte tu sangría, y brindar y cantar una canción, un verso de Gómez Jattin, Como yeeerba fuiiiii, y no me fumaaroooooon, y alegrarte de la simpatía de quien cantando te atiende y no deja de atender a los que quedaron ‘allá afuera’: espectadores que ya hubieran querido ponerse uno de los delantales de papel y ser parte del cuadro. Hay una conmoción callada o de risita contenida, porque tu servidor, el hospitalario, el encantador, ahora aparece vestido de hembra, con su tacón y breve vestido, y se está subiendo a la mesa sin parar de cantar, dejándote ver, bajo su falda, lo que no oculta ningún calzón, a una distancia y en una pose que es usual solamente entre los que comparten intimidad. De repente has ingresado en los reductos más absurdos del mundo onírico de un cocinero; te ves allí, sentado a la mesa, rociando con tomate y naranja sus barbas, su sexo y sus nalgas.

En ese tránsito sobre la mesa hay como un caminar en cuerda muy delgada, haciendo la del funámbulo que de caer recibirá el rotundo rechazo de su público. Alejandro Jaramillo juega a extender un poco más y un poco más el límite que sus invitados ya estuvieron dispuestos a asimilar, de tal manera que se pone en un permanente riesgo de agredir, lo cual se puede considerar como una valentía para quien lo que quiere, por principio, es agradar (y agradar, digo, no en la esfera moral, sino en la estética).

Foto Zoad Humar / 2010

El que está ‘afuera’ del cuadro, el que no está a la mesa, puede ver otra cosa; hay unas variedades sincrónicas, en donde en un mismo segundo se percibe esto o lo otro, según el lugar desde el que se esté observando. Es diferente para quien no tiene el culo del cocinero en la cara y más bien ve la expresión de aquel que no sabe si morder su pan o poner conversa al del lado, fingiendo que no ocurre nada… aunque puede pasar también, como pasó con una muchacha cierta vez que se presentó esta pieza (agosto de 2009, Universidad Nacional), que alguien se levante de la mesa con asco e indignación: cuestión de gustos, morales y empatías genitales. Decía que desde ‘afuera’ pueden verse otras cosas, unos movimientos de conjunto bien interesantes, la espontánea coreografía de un cuerpo de danza formado allí mismo, que sustenta la escena sin ser responsable de ella, y en esto acierta el performer: él compone con la gente que fue a verlo, la hace objeto de observación, y recompensa su colaboración haciéndose cargo por completo de lo que pasa en la mesa: por supuesto, no debería ser de otra forma (mucho menos cuando es tanto el riesgo), él es el coreógrafo.

Allí estuvimos (sucedió esta vez en La Factoría – L’Explose, en la temporada de «Lunes y martes de performance»)… allí estuvimos pintándole los labios y las uñas a ese señor, que no paraba de cantar mientras retozaba sobre una mesa lindamente adornada, mascando peras y pitayas, y ofreciendo su cuerpo casi desnudo a las dentelladas y lamidos de los que teníamos dos tragos en la cabeza, en memoria (acaso), según reseña del artista y título de la obra, de quien no quiso (o no pudo) cocinar más en este país. Al extremo de la mesa siempre hubo un televisor encendido, un televisor de esos olvidados y recobrados.

Foto Zoad Humar / 2010

Scroll al inicio