“… Pero, de pronto, hubo un gran silencio, el telón de fondo se hizo nocturnal, las candilejas pasaron de amarillo a azul, un rayo de luna se colocó en su lugar, empezó a sonar una melodía harto famosa, y el Espíritu de la Danza se hizo carne y habitó entre nosotros, creando un transcurso propio que detuvo el atropellado correr de los instantes… Anna Pávlova, vestida de tules y armiños, estaba ahí, y al punto su cuerpo delgado y sin peso, desplazándose en arqueada y despaciosa trayectoria trasfiguró el empalagoso cisne de Saint-Saëns en inefable cisne de Mallarmé. (“Un cisne de antaño recuerda que es él / magnífico, pero que en desesperanza se libera / por no haber cantado una región donde vivir / cuando del estéril invierno resplandeciera el tedio. / Todo su cuerpo se estremecerá en blanca agonía / …trasparente helero de vuelos que no se alzaron”.) En pocos segundos entendimos lo que podía ser bailar en un ámbito trascendido por la forma, situado más allá del baile. Y era ese moverse sobre el tablado de la escena sin tocar el tablado de la escena, salvo por unas diminutas puntas que apenas si rozaban el suelo, alzando un estremecido cuerpo, ingrávido, elevado por el aire que delimitaba su albura, a la vez pluma, espiga movida por casi imperceptible brisa –blanca llama lejana, como la de esos arcángeles vibrantes, alargados, prestos a volar en la ascensión de una pincelada, vislumbrados más que vistos en ciertos planos remotos del Greco-, de brazos recogidos sobre el pecho, de perfil aquietado sobre un hombro, ente fabuloso que se deslizaba sobre lagos imaginarios, haciendo ondular, de pronto, en un aletear de su evanescente arquitectura, las manos más bellas que pudieran verse. Cantaba el violoncello, allá abajo, en las sombras de la fosa, su doliente frase, y aquella mujer-ave, intangible, inalcanzable, vivía como en soledad, como si nadie la mirara, el drama de su propia muerte, burlando el efímero transcurso del minuto presente por el señorío de una harmonía gestual que daba dimensiones prodigiosas a lo que era una mera suma de segundos. Poco a poco, la Forma, como herida por un dardo invisible, se replegaba lentamente sobre sí misma, el rostro casi caído en las rodillas, atenta a los casi imperceptibles pálpitos de una pudorosa agonía, dejando en inmovilidad y descanso lo que un telón a tiempo cerrado arrebataba al mundo de acá… Olvidados de todo, movidos por una emoción visceral, traída por el distanciamiento auténtico de lo que era teatro –teatro de verdad, en su poder de sacarnos de lo cotidiano, banal y transitado-, aplaudíamos, aclamábamos, sin oír que los demás también aplaudían y aclamaban, exigiendo que la cortina se abriera una y otra vez, y viésemos reaparecer, en flexión de humilde reverencia, a Quien acabó por señalar a su violoncellista, como si él hubiese sido el hacedor del milagro cada noche renovado.”
ALEJO CARPENTIER, en La consagración de la primavera. Siglo veintiuno editores, 1975. Pag. 140.