El próximo año (2022), Danza Común estará cumpliendo 30 años de existencia. Para celebrarlo, compartiremos algunos fragmentos del libro Memoria de un cuerpo Plural / Danza Común – Tres Décadas, que a la fecha se encuentra en proceso de edición. Este libro fue redactado por Rodrigo Estrada, con el apoyo de la Beca de Cartografía en Danza 2020 del Idartes.
De la memoria de Marcelo Rueda
15. 01. 2021
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Estudiaba Sociología, llevaba año y medio o dos años de carrera cuando empecé en el grupo. Fue en el año 95 y yo entré a la universidad en el 93. En esa época me ennovié con Bellaluz Gutiérrez, que estaba en Literatura. La historia fue que ella me dijo, Hay un grupo de danza al que yo voy todas las tardes, estamos con… no me acuerdo con quién estaban en ese momento, creo que estaban con Norma, la mexicana… ah, no, ellos habían estado con Norma hasta el año anterior, el 94, y ahí comenzaron con Jorge Tovar. El curso era a las cuatro o cinco de la tarde, ahí en el edificio de Artes, el que se cayó. Fui, la acompañé unos días y ya después me metí a las clases. Nos ponían a bajar, a tocar el piso con las manos, y yo podía hacerlo, se podían hacer las cosas, y me divertía. Además, era un rato más para estar con mi novia, así que terminé en el grupo.
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[Rodrigo: ¿En qué momento se volvió algo tan serio?]. Eso fue casi inmediato, desde que nos metieron a ese primer montaje con Jorge Tovar. Las chicas, Sofía, Bellaluz, lideraban la presentación de los proyectos ante Bienestar Universitario, y cuando llegó la oportunidad de presentar el proyecto para el siguiente año, me comprometí con eso, Venga, ustedes cómo lo han hecho antes, pidamos esto, pidamos lo otro, pidamos estos dineros y estos apoyos. Entre todos hacíamos las cosas y entre todos trabajábamos en esos proyectos.
Después llegó la oportunidad de pedir algo más, de pedir acceso a un profesor nuevo. Ellas, que eran las que en ese momento sabían de la cosa, dijeron, Aquí hay un profesor que acaba de llegar, un suizo, y entonces, en unas vacaciones, fuimos a tomar clases por allá con el suizo, con Charles Vodoz. Lo chévere de esos grupos era que los estudiantes decidían lo que había que hacer. El proceso con Jorge Tovar se había acabado, porque ellas pelearon con él, así que llamamos a Charles Vodoz. Nosotros veníamos tomando clases con Charles, por allá en una iglesia gringa que queda como en la Setenta con Cuarta, y dijimos, Listo, este es el que hay que meter para el proyecto de Bienestar Universitario. Lo metimos, se pidieron los dineros… había una parte que teníamos que financiar nosotros mismos. Era una estructura muy sencilla, muy simple: Bienestar Universitario pagaba las clases con el profesor que nosotros queríamos, que era para los más avanzados, y después nosotros mismos dábamos clases para los principiantes, para cumplir con el cofinanciamiento que nos pedía Bienestar Universitario. Así funcionaban los grupos culturales y deportivos en ese momento.
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Llegó Charles y con él estuvimos dos años. Para mí fue un periodo excelente. Yo no tenía ningún problema con él, pero a ellas no les gustaba lo que decía. Hay que reconocer que tenía salidas que se podrían calificar de misóginas, y había una preferencia de parte de él por los hombres, pero eso a mí nunca me pareció tan grave. Era excluyente, prefería a la gente bella y utilizaba ciertas expresiones que a ellas les resultaban muy ofensivas. Él nos ofrecía una barra al piso, dos días de ballet, y el resto de días de contemporáneo. Muchos años después, ya cuando estudié en Estados Unidos, me di cuenta de que esa formación no era tampoco tan buena, pero era lo mejor que había en ese momento aquí en Bogotá, y una buena opción para no irse a estudiar únicamente ballet. Entonces, para mí, el proceso con Charles fue chévere, yo avanzaba un montón. Andrei y yo nunca habíamos hecho nada en la danza, y fue un periodo de avance técnico bonito, interesante.
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Cuando hablamos con él, el objetivo era que trabajáramos un año porque queríamos ganar el concurso del Festival Universitario. Entonces hicimos una obra que se llamó Esquina XY. Después Charles recibió una financiación que reciben los artistas de Suiza, y dijo, Bueno, tengo un proyecto para financiar, tengo que llevar una obra a Suiza, y la idea es tomar como base Esquina XY. Ahí él tenía licencia artística para modificar, para meterle la mano, para hacer otras cosas. Con aquello de que nos íbamos para Suiza, todo el mundo dijo que sí. Pero ahí se empezaron a mezclar una serie de intereses, porque, con ese proyecto de viajar, la obra ya no era una creación colectiva, sino que era su coreografía. Ya no éramos nosotros los que decidíamos el curso de las cosas, sino él. Era natural, pues en ese proyecto la financiación se la daban a él. A la hora de los ensayos él decía, No, esta sección no la vamos a hacer, vamos a hacer otra cosa, y eso a Sofía y a Bellaluz no les gustaba. No les gustaba que metieran la mano en lo que consideraban que era su obra. A mí me tenía completamente indiferente. A Andrei creo que tampoco le importaba. Y ahí fue donde empezó a excluir a Carolinita. Metió a otros bailarines profesionales con los que él trabajaba, porque el proyecto era de él. A la hora de decir, Sí, vamos a Suiza, se entregaba una propiedad intelectual, digámoslo así, se entregaba una potestad sobre la obra que se había hecho en ese momento. La gente, con el interés de viajar, decía, Nos vamos para Suiza, a mí no me importa lo que se haga con la obra, yo lo único que quiero es ir a Europa. Pero Sofía y Bellaluz no soportaron eso, y no lo supieron llevar tan bien.
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[R: Un poco antes de todo eso habían conocido a Marianela Boán, ¿qué significó ese encuentro?]. Marianela en ese momento era la coreógrafa más importante en Iberoamérica, ella estaba dirigiendo Danza Abierta en Cuba. Fuimos a su taller y quedamos maravillados de lo que estaba haciendo. En ese momento, el Instituto Distrital de Cultura y Turismo hizo un curso de cien horas en la ASAB, y ese curso lo tomamos, Bellaluz, yo, Marcela Quintero, Olga Barrios, Fernando Ovalle, Eduardo Ruiz, todos los que estábamos en esa generación, tanto en la ASAB como en Danza Común; era un combo muy chévere, y el taller era de composición. Dentro del taller, la improvisación se utilizaba como un elemento para la composición. Después, tuve diferencias conceptuales sobre esto con Bellaluz y Sofía, porque, por allá en el dos mil algo, a ellas les dio porque era solo improvisación. Yo les decía, No, pero ustedes como van a improvisar si no saben hacer un tendu, no saben hacer nada técnico, toca coger técnica. Ahí tuvimos diferencias, porque ellas se dedicaron solo a improvisar, y el planteamiento original de Marianela era otro. Me acuerdo que el capítulo se llamaba: De la improvisación a la composición; es decir, la improvisación como herramienta para llegar a una composición precisa, no para seguir improvisando siempre, sino para ver qué sale, y de ahí agarrar para componer. Por eso se llama coreografía, porque es algo que se repite, como en el teatro, donde se transmiten emociones y sentimientos que son producto de un ensayo, y no de estar improvisando y haciendo siempre algo diferente.
Con Marianela tuvimos ese taller en el 96, algo así, y eso fue divino, tuvimos una apertura, nos abrió los ojos, nos dio muchos elementos. Lo que transmitía Marianela era toda la teoría de composición de los posmodernos; en ese momento, todo lo que ya había hecho Steve Paxton, por ejemplo. También recogía herramientas creadas por Eugenio Barba, que fue su gran maestro, pero llevadas del teatro a la danza; recogía metodologías de varias corrientes y las integraba en lo que ella llamaba la danza contaminada. Eso fue una belleza. Fue un curso muy tremendo porque nos dio muchos elementos para crear.
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Después, en el 2007, me la encontré en Nueva York. Había un show suyo, fui a verlo y después nos fuimos a tomar unos cafés. Ella me dijo, Yo estoy trabajando en Filadelfia… Me estoy saltando un montón de tiempo, pero en ese momento le dije, Mira, Marianela, a mí se me acabó la beca acá en Estados Unidos, yo ya me voy para Colombia. Me dijo, Yo estoy trabajando en Filadelfia, aplica a una beca en la universidad. Entonces apliqué a Temple University para una maestría en Danza y Coreografía. La estrategia era tomar la beca, pero, por otro lado, trabajar con Marianela por fuera de la universidad. La maestría real, entonces, durante los tres años que estuve en Filadelfia, fue trabajar con ella. En las obras ella involucraba elementos de video muy interesantes, que estaba desarrollando en su lenguaje de danza contaminada, pero básicamente los principios eran los mismos.
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Bordeando la ausencia fue motivada por la muerte de Carolinita. Nosotros comenzamos a trabajar en un pequeño estudio que había en una casa de Teusaquillo, donde vivía Andrei, y a la que yo después también me fui a vivir. La trabajamos en unas vacaciones. Estábamos invitados a unos festivales y no teníamos obra, porque no se quería llevar las piezas que había en ese momento. Queríamos hacer una obra nueva, así que comenzamos ese proceso basado en lo que estábamos viviendo, lo que habíamos vivido con Carolinita, que era nuestra compañera de entrenamiento, de danza, de estudio. Éramos hermanos. Empezamos a trabajar basados en la poca escenografía que teníamos, que eran unas mesas y unas sillas del edificio de Artes. Con esos elementos comenzamos a construir, yendo de la improvisación a unas composiciones fijas.
Yo tenía mucha música, era coleccionista; de ahí escogimos las piezas con las cuales trabajar. Había música de Lhasa, había un pianista… este gran improvisador que trabajó con Cunningham… John Cage; había música de… no recuerdo bien, tocaría mirar un programa de mano. Trabajamos con Manuelito Gamboa. Manuel nos hacía siempre las pistas musicales. No era solo coger y pegar unas canciones. Hoy en día hay un montón de softwares, y eso se hace relativamente fácil, pero en ese momento era mucho más difícil. Nosotros trabajábamos en ADAT, que era un formato en cinta de ocho canales, y era lo más avanzado que había en ese momento. Manuel tenía un estudio de grabación y ahí podíamos hacer los crossfades, y añadir efectos sobre la pista original. Fue un proceso muy bonito y muy provechoso, pues se podían hacer muchas modificaciones a medida que iba avanzando la composición. Manuel nos entendía a nivel artístico, a nivel musical, era amigo mío de toda la vida, desde que éramos niños; además, nos divertíamos mucho haciendo todo lo que tocaba hacer. Fue muy bonito también porque en ese tiempo hubo toda una evolución tecnológica con la creación de la música. Nosotros empezamos con esos formatos ADAT, y eso fue migrando lentamente hacia el digital; pero al principio hacíamos muchas cosas análogas, con patches análogos, que es donde se ponen los cables de entradas y salidas de los sistemas de audio. Años después, Manuel también me ayudó cuando yo estaba haciendo la maestría en Filadelfia. Hacíamos, ya por Skype, sesiones de grabación de música totalmente digitales.
La escenografía de la obra eran sillas y mesas del edificio de Artes, y ese trabajo lo hicimos en colaboración con Claudia Castiblanco y Darío Torres, que eran unos artistas plásticos, compañeros de semestre de Sofía. Ellos se convirtieron en nuestros directores de arte y escenografía. Trabajaron con unas fotos que Guillaume Zacharie le había hecho a Carolinita, con una cámara que yo tenía. Hicieron el proceso de transfer y screen a unas telas que se pusieron en las sillas. Me acuerdo que esas sillas eran durísimas, y como nosotros nos metíamos entre ellas, nos lastimábamos mucho. Entonces las cubrieron con unas telas negras, para no lastimarnos. Ellos además veían todos los ensayos, eran unos críticos tremendos. Nos conocían muy bien, y, como sabían cuál era nuestra intención, tenían excelentes elementos para decirnos cómo se hacían las cosas. Eran nuestros espejos, con base en los cuales modificábamos nuestras propuestas. Unos grandes amigos. Siempre estuvimos apoyados de grandes amigos, de hermanos del camino.
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En ese proceso no tuvimos conflictos a la hora de tomar decisiones. Nos poníamos de acuerdo con bastante facilidad para hacer la coreografía. Compartíamos una conciencia colectiva, nos conocíamos muy bien, todos éramos muy hermanos. Nosotros salíamos de los ensayos a comer juntos, íbamos a rumbear juntos, a la cama juntos. Todo juntos. Entonces estábamos muy sincronizados. No recuerdo grandes dolores o que uno le hiciera un duelo a una idea por no poderla desarrollar. Al contrario, lo que decía uno, el otro lo mejoraba, y después el otro y el otro, y al final quedaba una cosa bien buena. Entonces, en ese proceso en particular, yo no recuerdo grandes conflictos. No sé si los demás tengan esa idea, pero yo no lo recuerdo así.
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Hacia el 2000 ya estábamos saliendo de la universidad. Yo casi no iba; iba solamente a bailar, a entrenar. Cada semestre teníamos que volver a pasar el proyecto a Bienestar Universitario y a Divulgación Cultural; como que no nos creían. Nosotros éramos los viejos, y el funcionario que llegaba era el nuevo. Entonces teníamos que comprobar cada vez lo que habíamos hecho. Eso era una mamera. Además, eran unos presupuestos chiquitos, aunque a nosotros nos parecían una maravilla, porque nos permitían hacer las cosas que necesitábamos hacer. A Divulgación Cultural se pasaba el proyecto de presupuesto, y a Bienestar Universitario había que pedirle los espacios para ensayar, si no recuerdo mal. Entonces nos tocaba cada vez ir a decir que si por favor nos prestaban el segundo piso de Artes. Y nos decían, Ay, pero cómo así, ¿eso no lo tenía otro grupo? Y resultaba que el “otro grupo” éramos nosotros. A mí se me volaba la piedra, entonces los otros, que eran más diplomáticos, eran los que iban a hablar allá, porque yo terminaba peleando. Y nosotros ya con proyectos andando, con profesores invitados, colegas que venían de Venezuela, de México, y sin saber si teníamos espacio o no. Y además ese piso duro…
Y yo siempre he sido de buscar las cosas. Comencé a buscar un espacio, y encontré un lugar que era donde hacían unos after parties en el centro, en la Veintitrés con Novena. Una vez fui a rumbear allá y luego me presentaron a la dueña, que era una amiga de una familiar. Negociamos con ella, nos dijo que tenía eso desocupado desde hacía como quince años, y nos lo alquiló por cuatrocientos mil pesos, o algo así. Para nosotros era plata, pero era barato. Yo hablé entonces con mis compañeros, Necesitamos diez millones de pesos para hacer esto, les dije, diez millones para alquilar el sitio y para adecuarlo, para que hagamos un piso, pongamos unos espejos, una vaina chévere donde podamos estar. Además, con esa vista y todo. Les dije que yo podía prestar la plata y que me podían ir pagando.
Nosotros en ese momento ya habíamos ido a Nueva York, ya habíamos visto cómo eran los estudios serios para bailar, y ese lugar era perfecto para eso. Entonces firmamos el contrato y nos fuimos a adecuar ese espacio. Mandé a hacer para el piso unos módulos, que se llaman camillas, que son esas mismas que se usan para hacer construcción, para fundir planchas de concreto. Nos fuimos a Mosquera, mandamos a hacer no sé cuántas de esas, las trajimos todas en un jeep que yo tenía. Hicimos varios viajes… o no, las trajo un camión, y luego las subimos hasta el sexto piso, por las rampas del parqueadero, en mi jeep, en varios viajes. Encima de eso pusimos madeflex, y todo eso lo hicimos con Darío y Claudia. Darío y Claudia tenían la técnica, eran artistas plásticos y sabían construir cosas. Después me fui por ahí cerca de la ASAB y conseguí ese piso de… eso no era linóleo sino un material similar. Era un piso azul, que era más barato y que estaba bonito. Ese piso azul definió muchas cosas después, porque era espectacular, francamente. Y debajo de cada camilla pusimos unos pedazos de caucho; se puso ese caucho automotriz para que eso tuviera mayor aislamiento, y un poco de capacidad de rebote. Se atornillaron todas esas camillas, eso era un camello. Unos años después levantamos todo eso para limpiar y dijimos, Oiga, pero nosotros cómo hicimos esto, juepucha, muchos verracos haber hecho esto. Cuando desbaratamos eso fue que nos dimos cuenta de la complejidad que tenía. Lo hicimos uno por uno, como un rompecabezas; con Darío y Claudia, lo más de lindos, nos quedábamos allá hasta tarde. Pusimos los paneles de madera aglomerada en las rejas para tener un buen cerramiento. Se compraron también los espejos, se pintó, y ya, así fue que nació ese espacio. Y ya cuando la gente venía de México, de Venezuela, pues llegaban a ese sitio y decían, Ok, bien, porque ese espacio a nosotros nos representaba muy bien, y, además, ahí ya podíamos tener clases de veinte, treinta personas, que eran las que mantenían el espacio. Había una oficina donde uno recibía a la gente, a maestros de otras compañías; entonces decían, Ah, bueno, esto ya es serio.
Mi mamá había muerto un poco antes, y yo llevé todo lo de mi casa. La mesa del comedor era el primer comedor de mis papás; los sofás eran los sofás de mi casa; el closet, hasta el tapete. Los muebles donde la gente guardaba la ropa y esa mesa curva que era como de recepción –no sé si todavía existe–, eran de una oficina que tenía mi mamá. Cuando todo eso se desbarató, yo, en vez de botar, lo guardé, porque dije, Esto va a servir para algo.
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Hicimos una retrospectiva. Conocíamos a la directora del Teatro Colón, la señora Luz Estela Rey; ella nos acogió, nos apoyó mucho. Gracias a ella todo el equipo del Colón nos atendió muy bien, los técnicos de luces, los de la cabina de sonido. Hubo un momento en que ese teatro era nuestra casa. Con la señora Luz Estela, entonces, acordamos hacer una retrospectiva. Teníamos un poco de obras y tocaba bailarlas todas. Eso era como una semana o dos semanas. Había que remontar las obras antiguas y terminar de hacer las que estaban en proceso, y había que mostrar algo nuevo, y lo nuevo fue la obra que hicimos con Andrei, Muñeco. Andrei dijo, Yo quiero dirigir esa obra, y yo le dije, Listo, usted dirija y yo le bailo. Yo no quería tomar decisiones, quería simplemente bailar.
En ese tiempo ya nos habíamos conocido con Jeremy Nelson y con Luis Lara, los habíamos traído. Jeremy Nelson es un gran maestro de la técnica de Bárbara Mahler, de Klein Technique, los fundamentos técnicos del posmoderno, porque él es de la escuela de Paxton. Él había venido con Luis Lara, y Luis Lara estaba organizando un festival, el Not Festival, en Nueva York. Nos invitaron allá y resultó que los únicos que podían ir a Estados Unidos, por la visa, éramos Andrei y yo. Las chicas no tenían visa y eso era un camello conseguirla. Entonces dijimos, Listo, nosotros vamos, hacemos una obra nosotros dos. Andrei tenía su visión de las vainas en ese momento, una visión muy urbana, muy callejera, de la experiencia de la vida. Yo nunca entendí muy bien la obra, pero me parecía chévere la propuesta escénica, y me divertía bailándola; había mucho espacio para proponer de todo. Era un dueto, pero la responsabilidad de la coreografía era suya. Dónde me paro, qué hago. Y ya en el espacio que me dejaba para crear, pues creaba. Era una historia ahí como rara. Yo la entendía tan poquito, que los que me explicaron esa obra fueron unos amigos que la vieron en Nueva York: Germán Jaramillo, gran director del Teatro Libre, que trabajó con Barbet Schroeder, y su amigo Herman Moreno. Ellos veían que un asesinato, que la escena donde le clavaba el puñal, que la escena de tal cosa, y yo, Wow, listo, ¿eso es lo que estamos haciendo?
Y bueno, con esa obra nos fuimos al festival de Nueva York. Había gente de Chile, de Venezuela, con Mariangel Romero, de México, y nosotros. Teníamos un proceso de creación con Jeremy y con Luis Lara, en las mañanas, en el lugar que tenían. Pero las instalaciones que nos daban para pasar la noche eran horribles. Afortunadamente allá estaba mi amigo Germán Jaramillo, y su amigo, Herman, nos dejó un apartamento, a cambio de que fuéramos a dar unas clases en un lugar que se llamaba la Alianza Dominicana, que era de un grupo de teatro de dominicanos. Era buenísimo, porque teníamos ese apartamento para los dos. Nos íbamos a crear la obra de Luis Lara por la mañana, en la tarde íbamos a dictar la clase en la Alianza Dominicana, y de resto a vivir Nueva York. Delicioso. Llevábamos algo de plata y por ahí tomábamos unas clases extra. Teníamos cosas por hacer, teníamos dónde trabajar, teníamos apartamento. Era bien bueno, y en ese festival fue que se mostró esa obra Muñeco.
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Ya en ese momento, cuando llegamos de ese viaje, que duró como un mes, Andrei y yo dijimos, Esto es, lo que hay que hacer es irse para allá. Se veían buenas perspectivas, que se podía hacer cosas. Con los contactos que habíamos hecho, teníamos la posibilidad de llegar a hacer algo. Yo ya conocía diferentes profes, había tomado clases con Sara Pearson, y Patrick Widrig y los de Movement Research. Varios amigos nos dijeron, Vénganse para acá. Andrei se fue en el 2003; para él era más fácil porque él es de allá, pero yo decía, Cómo hago para irme, y me conseguí una beca Fulbright. Era una beca de programa no conducente a título, entonces dije, Pues perfecto, porque eso no era una maestría ni nada, y podía seguir estudiando con los maestros que a mí me gustaban. No tenía que meterme a la universidad, pero de todas maneras sí tenía que entrar a una institución, así que me fui a la José Limón. Fue la manera en que pude sacar la visa para quedarme allá. Llegué seis meses después de Andrei. Pero Nueva York es una ciudad muy fuerte, y a cada uno le tocó hacer su propia búsqueda. En todo caso fue muy bonito ese viaje.