FESTIVAL CORTOSCINÉTICOS 2023 / Obra: Soy mi diablo / Creación e interpretación: Angélica Baños Hernández / Producción: El cuerpo fracturado / Asesores de dramaturgia: Roberto Mosqueda y Alexis Briseño / Coaching escénico: Sandra Govil / Diseño de iluminación: César Ramírez / Asistencia técnica y traspunte: Roberto Mosqueda y Rodolfo Mora / Diseño sonoro y composición musical: Joel Arguelles e Hijo de Lope.
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Fausto: ¿Ves el perro negro que por simientes y rastrojos vaga?
Wagner: Lo vi hace largo tiempo, pero no me pareció nada importante.
Fausto: Obsérvalo bien. ¿Por quién tomas al animal?
Wagner: Por un perro, que a su manera, se afana por las huellas del señor.
Fausto: ¿Adviertes cómo nos caza, en amplios círculos de caracol
alrededor nuestro y siempre más cerca? Y si no me engaño,
por sus caminos también trae un torbellino de fuego detrás.
Goethe
Bogotá, 13 de julio de 2023. Estimada Angie Baños, hace unas horas salí del teatro en el que presentaste la obra que lleva por título Soy mi diablo. Digo “la obra”, pero dudo de la exactitud del término. Creo que vos también lo dudás, o lo sabés. Sabemos que la puesta en escena fue la excusa, o una trampa de círculos concéntricos en la que fue imposible no caer.
Antes de que todo esto comenzara tenía el propósito de redactar una reseña, una crítica, si esto fuera posible; pero ahora he cambiado de plan. Escribiré esta misiva (y no sin temor), porque no he podido mantenerme suficientemente al margen, porque después de la experiencia he perdido el equilibrio necesario que requiere el crítico, la fuerza para conservar el punto de vista, el centro. De alguna manera (y dado que aun estoy atrapado en uno de los círculos o fases de la trampa mencionada), esta carta viene a ser una suerte de capitulación, y quizás un llamado a la compasión.
De compasión era que iba todo, ¿no es cierto? De heridas, de cicatrices y de compasión. Esa fue la ruta que marcaste ya desde el principio. Nos tomaste de la mano y nos invitaste, muy sinuosamente, a tener empatía por tu persona. Que te disculpáramos porque tenías que contarnos algo antes de empezar la función. Que habías leído a no sé qué anatomista que explicaba la vulnerabilidad del ser bípedo, al no tener un espacio o caja de protección para las vísceras frente al mundo exterior. El abrazo nos exponía… el amor, el cariño nos exponía. Los cuadrúpedos, por el contrario, sí que tenían ese sistema de protección, y lo ampliaban si se veían atacados, así: “Grrrrrrrrrrrr…”, te pusiste en cuatro patas, ahuecaste el abdomen y el tórax y gruñiste como una perra. Vimos el primer aviso de tu transformación, pero creo que nadie sospechó, en ese momento, lo que aquello significaba realmente. Entonces, ese texto leído, el del anatomista, tenía alguna relación con lo que ibas a hacer más adelante, ya en la pieza coreográfica.
Pero también querías contar otra cosa, y nuevamente vino lo de pedir disculpas: “Perdón maestro, perdón a todos, perdón a los del festival”. Y uno volvía a aceptarlo, y con ello empezabas a cerrar el primer círculo, la primera trampa. Entonces vino la historia de tu perrita. La que habías encontrado en la calle, que intentaste domesticar, que quisiste querer y que te huía. Un día, en el parque, te encontraste con una parvada de aves negras, rodeando un bulto indefinible. “!Ayyyyy… mi chiquita! −gritaste, y corriste hacia la orilla en la que estaban los pájaros− ¿¡quién te hizo esto!?”. Y sí, ahí estaban los pájaros, revoloteando y picoteando un animal furioso pero indefenso, tu perrita, el vientre abierto, las tripas expuestas, la furia de su dentadura herida. Todo aquello lo vimos con una claridad imposible en el escenario, y nos conmovimos y lloramos a tu lado, y ya no hubo manera de salir del hechizo.
La duda vino unos instantes después, ¿era verdad?, ¿era ficción?, ¿estábamos en la obra, o todavía en el prólogo? No importaba ya, el círculo estaba completamente cerrado, y empezaba a estrecharse y pronto nos haría caer un poco más hacia el fondo. Luego, entonces, volviste a mentirnos (¿o era verdad?). Habías salvado a la perrita, la llevaste a los cirujanos y luego a tu casa. Su imagen era espantosa, pero la amabas, la cuidabas, y no sé por qué razón volviste a convertirte en ella, y llegaste hasta mi silla, en la última fila, y me gruñiste y luego te reíste avergonzada y de nuevo pediste perdón. Las cosas se iban poniendo más raras.
Que esta obra estaba dedicada a la perrita, dijiste. Que por primera vez habías logrado traerla a una función. Que se encontraba allí, detrás de los telones, en el camerino, y que querías que la viéramos. ¿Era verdad? Parecía verdad. Fuiste a traerla: “Ven, Angie, ven chiquita”. ¡Cómo!, ¡tenía tu nombre! Bueno, luego entendimos que era una broma, que Angie, la perrita, no había venido. Pero yo seguía entonces dudando de si toda aquella historia era real o inventada, si un evento o una metáfora. Lo que sí no dudé más fue que estábamos ya dentro de la obra, o tal vez: que la trampa había desembocado en otra trampa, que habíamos caído al segundo círculo y que no había ya ninguna forma de salir.
Ahora resultaba que Angie, la perrita (en realidad, un animal enorme y desaforado), estaba allí en el escenario. Estaba afuera, pero también dentro de vos. Nos leíste la carta que ella nos había enviado, lo hiciste en lenguaje perro, y en esa lectura fue que empecé a entender, o al menos a sospechar, quién eras, lo que se develaba de vos, o de usted, su majestad. La perrita entraba y salía de tu cuerpo. Cuando estaba dentro, aullaba, se agitaba; cuando estaba afuera, le cantabas, o la regañabas. Una vez sucedió que orinó en tu ropa (en el vestuario de esta obra, precisamente), y no soportaste más y la injuriaste, le gritaste, liberando una rabia largamente contenida. La escena era aterradora, y ahí el terror no paró de crecer y crecer y crecer.
Porque apareció usted, señora diablo. Angie, la perra, y Angie, la coreógrafa, confluyeron en su majestad, y quiso usted mostrarnos todos sus atributos: sus poderes, sus virtudes y la inigualable capacidad que tiene para provocar terror sin terminar de suprimir o matar, y también, por lo visto, su principal divertimento, el de transformarse en otros cuerpos. Tan creativa usted, señora diablo, que se quitó la cabeza y se pintó un rostro macabro en el cuello cercenado. Tan pavorosa su voz, tan extravagante su risa. Un círculo de pesadilla y el embrujo de sus destrezas.
Sí, he de reconocer que, al tiempo de aterrarme, me maravillaba. Y también comprendía. Usted nos había engañado, partiendo de la simpatía, y luego tomando la vía de la compasión. Tanto la habíamos considerado (¡ese grito hondo y desgarrador al encontrarse, supuestamente, con su perrita herida y torturada!), y ahora nos resultaba imposible liberarnos del hechizo. Bueno, no nos quedó más remedio que asistir, ahora sí, a su teatro, la belleza y la velocidad de sus movimientos, la intensidad de su presencia, las diversas transformaciones que se operaban en su anatomía, la oscuridad y la luz de su naturaleza.
Creo haber olvidado sus últimas acciones, pero recuerdo el carbón y los pétalos. La recuerdo ennegrecida y cubierta de pétalos. ¿Volvió usted a cantar?, ¿nos habló directamente?, ¿nos puso alguna otra trampa?, ¿fingió ser nada más que una bailarina? Creo que sí. Creo que poco a poco fue usted despojándose de sus múltiples disfraces y cesando en sus increíbles destrezas. Porque luego te volvimos a ver, Angie, un poco exhausta (pero no mucho), y avergonzada por aquella suerte de develación. Te lavaste el rostro, tal vez los brazos. Y saliste por uno de los extremos del escenario, y volviste a llamar a la perrita, silvando: “Angieeeee… Angieeee… juio juio juio”. Tuve miedo de que nos estuvieras empujando más hacia el fondo, pero era que habías terminado tu función.
O quizás no. Te aplaudimos (con la extraña sensación de haber sido atormentados y deleitados al mismo tiempo), luego te fuiste y, cuando ya nos estábamos retirando, apareciste nuevamente, con un bloc de notas y unos lapiceros. Que si podíamos escribir allí nuestras apreciaciones, que te interesaba leer lo que pensábamos. Nos lo dijiste con una candidez otra vez sospechosa. Lo consideré pero preferí huir. Y preferí después escribirte desde esta distancia (sabiéndome, en todo caso, todavía atrapado), y hacerte, a vos o a su majestad, algunas preguntas finales que se ciernen sobre mi cabeza, como parvada de aves negras.
¿Toda herida o cicatriz es la historia de un infierno? ¿La compasión salva al otro o, en ella, el otro te arrastra y te condena? ¿Es la compasión una tentación del demonio? ¿Sos vos el único diablo, o cada uno lleva el suyo por dentro? La última: ¿le debemos todavía algo a tu diablo, a su majestad, y padeceremos nuevos tormentos por haber caído en la tentación de sentir el dolor que nos hiciste ver que habías sentido?
No es más, estimada Angie, señora diablo. Su obra fue terrible y hermosa. Espero que siga inquietando a muchas personas alrededor del mundo. Con admiración, Rodrigo.
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